Literaria Escuela Normal 32
  Franco Paris Cardelli 5to 1era Ciencias Naturales
 

Prisionero de su mente  por  FRANCO PARIS CARDELLI - 5to 1ra Nat.

Cómo empezar esta historia, desde aquí todo es tan extraño, no entiendo cómo pasó, por qué pasó, simplemente pasó.

Quizás es que uno solo valora lo que tiene cuando lo pierde, y hoy que lo perdí todo quisiera volver el tiempo atrás para poder valorarlo; valorar aquellos momentos hermosos que rechacé, esas personas maravillosas que estaban a mi lado, todo aquello que era lo justo para ser feliz y que nunca podré volver a tener. Que estúpido fui.

Muchos médicos, psicólogos y psiquiatras aún se asombran con mi historia, dicen que desde el punto de vista psicológico es fascinante. No pasaron unas horas que ya es noticia, todo se sabe. El teléfono de mi casa no para de sonar. Yo solo veo a aquellas cuatro personas llorando en el sillón.

Sí, para muchos mi historia es fascinante y hasta lucrativa, para mí que me toco vivirla, fue un verdadero infierno y también para todos los que me rodearon. Si quieren saber ésta es mi historia:

Me llamo Emanuel, y todo comenzó aquella tarde de mayo, afuera hacia un frio invernal, casi nadie estaba en la calle, los árboles estaban pelados, ni una miserable hoja pendía de sus esqueléticas ramas. El cielo estaba gris como una fría lápida de mármol y por momentos caían unas pequeñas gotas. La fría brisa hacia un ensordecedor ruido al pasar por las aberturas de las casas, ambientadas por aquellas estufas que largaban olor a kerosene y ennegrecían las paredes.

Yo tenía seis años, era un niño completamente feliz, el más pequeño de una familia de cinco. Mi padre era un profesor de escuela secundaria por lo que pasaba la mayor parte del día fuera y mi madre era ama de casa, y debo decir que una excelente cocinera. Cómo adoraba yo poder deleitarme con esos deliciosos manjares que nos preparaba cada día, eran tan deliciosos que incluso los mejores chefs la envidiaban. Y mis hermanos, Isaías y  Sebastián, que par de locos, se llevaban dos años de diferencia, era muy compinches, siempre se las arreglaban para salirse con la suya, y como era obvio, les encantaba hacerme bromas aunque mis padres los reprendieran por ello, pero como dije antes, siempre lograban salirse con la suya.

Ese día había decidido jugar en el patio, me abrigué con una gruesa campera para no sentir el penetrante frío, tomé mi avión de juguete y salí a divertirme. Puesto que gozaba de una gran imaginación no me costaba nada divertirme, así estuviera solo, siempre contaba con ella.

Pasé un largo rato en el patio, no tenia noción del tiempo, solo pensaba en divertirme, y si que lo hacía. Pero Isaías me sacó de mi mundo y me regresó a la realidad, me llamó desde la ventana de su alcoba en el segundo piso, me dijo que subiese de inmediato al ático que Sebastián necesitaba que lo ayudara con algo.

Sin pensarlo tiré mi avión al suelo y me dirigí hacia allí, una pésima decisión. Subí las grandes escaleras de madera donde me crucé con mi padre, el me sonrió tiernamente y me revolvió el cabello con su mano, yo sólo le devolví la sonrisa y continué subiendo.

Llegué a la puerta del ático, una puerta nada extraordinaria, de madera pintada de blanco y un picaporte de bronce con una peculiaridad, se trababa mucho.

-          ¿Dónde está Sebastián? – pregunté a Isaías.

-          Está adentro, apúrate que te está esperando. – dijo él.

Sin pensarlo entré en aquel oscuro lugar repleto de cosas viejas que mi familia guardaba, estaba algo asustado, quizás sea bueno aclarar que sufro de nictofobia o miedo a la oscuridad, como quieran decirle. Llamé a mi hermano varias veces pero él nunca contestó.

Un ruido escalofriante rompió aquel tenebroso silencio, y mi peor temor se hizo realidad, la puerta se había cerrado dejándome atrapado en aquel espantoso lugar. Comencé a gritar desesperadamente, como si alguien tratara de matarme. Me sentía desesperado, presentía que la muerte estaba llegando a mí.

De pronto aquella voz me devolvió el alma al cuerpo, era la de mi padre regañando a mis hermanos por haberme hecho otra de sus bromas.

-          Emanuel no te asustes, enseguida entro a buscarte. – dijo él.

No me salían las palabras para responderle, solo me senté en el suelo acurrucado esperando que él llegara. No sé como destrabó la puerta, solo lo hizo y entró. Avanzó por aquel lugar con dificultad, puesto que estaba oscuro y repleto de cosas y no le era fácil encontrarme ya que sin darme cuenta me había adentrado mucho.

-          Ya casi llego hijo, no te preocupes. – me repetía constantemente.

Yo me esforzaba por no llorar y trataba de mantenerme calmando. De pronto otro ruido me erizó los cabellos, un ruido como si algo muy pesado hubiese caído y luego un quejido de mi padre. Todo quedó en silencio nuevamente.

-          ¿Papi estas bien? – pregunté entrecortadamente.

Nadie respondió, había un silencio de cementerio. Tomé valor como pude, me puse de pie y comencé a caminar.

Mi madre apareció en la puerta con una linterna desesperada.

-          ¡Emanuel! ¡Daniel! ¿Dónde están? ¿se encuentran bien? – preguntó ella.

-          Aquí estoy mamá, pero no sé donde esta papá. – respondí desde el fondo.

-          Ahora voy por vos, no te muevas. – dijo ella mientras alumbraba el camino con aquella linterna.

Comenzó a caminar hacia mí, yo solo veía su sombra detrás de la cegadora luz.

Se detuvo cuando chocó con algo y luego emitió un grito estridente como si el mismo diablo estuviese frente a ella.

Traté de ver lo que la poca luz me permitía. A sus pies yacía el cuerpo de mi padre sin vida y repleto de sangre en su cabeza y rostro, un viejo candelabro que antes se encontraba sobre un armario se había caído junto con varias cosas y lo había golpeado fuertemente en la cabeza. Seguramente había chocado con aquel mueble al tratar de encontrarme. Nunca olvidaré esa imagen.

Ya pasaron diez años de aquel hecho, mis hermanos crecieron, ambos se fueron de casa luego de estudiar, Isaías ya tiene esposa y un hijo, mi sobrino, se llama Mateo y según mi mamá es idéntico al padre cuando era chico. Y yo quedé solo con mi madre, pobre, que hijo difícil que le tocó, pero sin importar lo que pasara, ella siempre me amó, y aún lo hace, y yo nunca le agradecí todo lo que hizo por mí, es más, creo que nunca le dije que la amo. ¡Qué pésimo hijo!

Todos lograron superar la muerte de mi padre, aunque todavía lo sienten, pudieron seguir adelante, todos...menos yo.

No puedo decir que llevaba una vida normal de un chico de dieciséis años, mientras todos salían a boliches, hacían deportes y pasaban la tarde con amigos, yo lo pasaba encerrado en mi casa, sentado en mi computadora o recostado en mi cama, y mis únicos amigos eran Dante, un chico que vive a la vuelta de mi casa y con quien éramos amigos desde que yo tenía siete años, el fue como un hermano para mi, siempre me entendió y me apoyó, siempre trató de sacarme adelante, es un amigo de los que ya no quedan. Luego esta Madeleine, era una compañera de la escuela, amiga de Dante y mía, la conozco desde lo diez años y desde el comienzo nos llevamos muy bien, siempre nos gustamos, ella estaba muy enamorada de mi, y se puede decir que yo de ella, pero debido a la horrible vida que tenía no quería empezar una relación con ella, no se merecía que yo le arruinara la vida, aunque igual lo hice.

Se preguntarán por qué digo que mi vida fue horrible, pues bien, les diré, porque desde que murió mi padre no pasó un solo día sin que pensara en él, no recuerdo haber sido feliz después de ello, me despertaba cada noche asustado por mis propios sueños. Por ahí salía a la calle, siendo sonámbulo, corría por la cuadra gritando pues alguien me perseguía, me he lastimado muchas veces a causa de ello y mi madre ya no sabía qué hacer para tenerme vigilado, hasta pasó noches enteras en vela para cuidar que no me escape.

También traté de suicidarme varias veces, todas en vano.

Recuerdo una vez, estaba en casa en el segundo piso observando desde la baranda, “una caída desde aquí bastaría para matarme” pensé, ya estaba subido a la baranda, solo necesitaba soltarme y todo terminaría. Pero  antes de que pudiese despegar la punta de mis dedos los brazos de mi madre me envolvieron y me trajeron con ella, llorando me pedía que no lo hiciera, que no soportaría verme partir. Ese fue uno de los primeros intentos.

Hace unos meses, cuatro para ser preciso, me desperté un  domingo a la mañana, me dolía la cabeza y tenía una venda en mi pie izquierdo, al lado de mi cama, sentada en una silla se encontraba mi madre, con una taza de té humeante, mirándome fijamente.

-          Ya despertaste amor, ¿Cómo te sientes? – dijo ella.

-          Mas o menos, me duele mucho la cabeza, ¿Qué me sucedió?- pregunté confundido.

-          Lo de siempre, anoche volviste a salir dormido a la calle, Dante te trajo a casa, tenías el pie cortado, debiste pisar un vidrio seguro. – respondió ella.

Me recosté en mi cama de nuevo y miré fijamente el techo, era siempre la misma historia, más de cinco veces a la semana salía por las noches asustado por mis propios sueños y siempre volvía lastimado, varias veces los vecinos se quejaron de escucharme gritar por la calle. otras veces mi madre me frenaba antes de que algo malo suceda, como sea, esa era una de las tantas consecuencias que la muerte de mi padre había dejado.

Volví la vista a mi madre, ella me miraba fijamente, se notaba que quería decirme algo, pero le costaba hacerlo. Finalmente lo dijo:

-          Emanuel, lo estuve pensando, esto no puede seguir así, voy a contratar un psicólogo que te…, nos ayude. –

-          Pensás que estoy loco ¿no? Es eso, ya te cansaste de tener que soportar a tu traumado hijo, querés deshacerte de mí. – respondí furioso por la idea.

-          No, no es eso hijo, como voy a querer algo así, no digas eso. – dijo sollozando. – es solo que temo por vos, varias veces estuve a punto de perderte y no quiero que eso pase.

Dirigí la mirada hacia la ventana, estaba descontento con la idea de ir a un psicólogo, no porque me moleste, si no porque no quería aceptar que lo necesitaba.

Volví la mirada a mi madre y vi sus ojos empapados de lágrimas, se notaba la angustia que sentía por dentro, ya estaba cansada de sufrir.

-          Está bien, si eso te hace sentir bien, contrata al psicólogo. – dije con resignación.

-          Gracias. – respondió ella y luego me besó la frente.

Pasó una semana, yo estaba en mi pieza recostado en mi cama, como acostumbraba hacer, mi madre me llamó y me pidió que bajase a la sala.

Bajé rápidamente, ni me moleste en vestirme, solo traía puesto un pantalón azul que usaba para dormir. Allí mi madre estaba junto a una señora, quien se sorprendió al verme tan escasamente vestido, aunque a mí no me dio pudor en lo absoluto.

-          ¿Quién es ella? – pregunté.

-          Se llama Soledad Acuña, ella va a ser tu psicóloga. – respondió mi madre.

La examiné de arriba abajo, no estaba mal, parecía normal, de todos modos seguía disconforme con la idea de tener una psicóloga.

-          Bien, yo los dejaré solos. – dijo mi madre yéndose hacia la cocina.

Con mi psicóloga nos sentamos en los sillones, ella se presentó, me dijo que mi madre la había llamado y que le había explicado cómo era mi situación, luego comenzó a hacerme una serie de preguntas que consideré estúpidas pero que de todas formas contesté.

Pasadas un par de horas ella se fue, me dijo que la vería el próximo sábado, yo solo asentí con la cabeza y luego mi madre la acompaño a la entrada.

Pasaron las semanas y todos los sábados ella iba a mi casa, charlábamos un par de horas o me hacia hacer algunas cosas como dibujar o escribir, incluso hasta me hizo jugar con ella al scrabble, un juego que consiste en armar palabras, no sé para que jugamos a eso. Todo lo iba anotando en un pequeño cuadernito verde que nunca me dejaba ver.

De todos modos no me ayudaba mucho, o eso creía yo, seguía teniendo pesadillas y saliendo a la calle, aunque mi madre se veía más calmada ya que la psicóloga también hablaba con ella.

Aun así intenté suicidarme tres veces más, la primera fue un domingo, estaba en mi casa con Madeleine viendo una película, recuerdo que ella estaba recostada en mi hombro y yo la rodeaba con el brazo, pero aquella película me produjo escalofríos, me recordó la muerte de mi padre y nuevamente el deseo de acabar con mi vida me invadió. Le dije que ya volvía.

Entré al baño y desesperado busqué algo en el botiquín, no sabía exactamente qué y al no encontrarlo enfurecí, fue ahí cuando vi por el reflejo del espejo la bañera, era perfecta. La llené hasta arriba. Me quité las zapatillas y me sumergí.

El agua estaba helada, sentía como si miles de cuchillos se clavaran en mí al mismo tiempo. Luego empecé a sentir que el pecho se me comprimía, necesitaba aire, ya sentía mareos. Necesitaba subir a respirar, pero me puse firme, no iba a ceder esta vez.

Ya estaba confundido cuando sentí dos brazos jalándome a la superficie, allí tomé una gran bocanada de aire, me sentía agitado y mi cabeza me dolía. Cuando reaccioné vi a Madeleine abrazándome y cubriéndome con un toallón.

-          No lo hagas, no me dejes, te necesito más de lo que te imaginás. – fue lo único que me dijo.

Yo no respondí nada, solo cerré los ojos y me tranquilicé.

Pasaron un par de semanas, ahora la psicóloga me visitaba también los miércoles. Ese día la esperaba a las cinco de la tarde y ella fue puntual.

La invité a pasar con toda  cortesía y le ofrecí café, ella aceptó amablemente, me sorprendía que no notara mi anormal buen humor. Obviamente todo tenía un propósito.

-          Lindo día, ¿verdad? – pregunté mientras preparaba el café.

-          Sí, está empezando a hacer calor. – Respondió mientras escribía en su cuaderno.

-          Ya se está acercando la primavera, es por eso, que época romántica la primavera, ¿no le parece?

-          Sí, que buen humor que tenés hoy Emanuel. – dijo ella.

-          Que puedo decir, hoy me levante así. – respondí vagamente.

Ella sonrió y volvió a escribir en su cuaderno. No notó cuando saqué de mi bolsillo un veneno que mi madre usaba para matar ratas en el galpón y lo coloqué en el café. Ese era el día, ese día todo mi sufrimiento acabaría.

Le di su taza y me senté.

-          ¿Podemos cambiar tazas? – preguntó ella.

-          ¡No! es decir, ¿Por qué quiere cambiar la taza? – contesté nerviosamente.

-          Es que ésta está llena, y no quiero tanto café. – respondió.

-          No, están iguales, pero si lo desea puedo vaciar un poco la suya. – respondí.

-          No, para que desperdiciar, dame tu taza mejor. – insistió ella.

-          ¡No! no le daré mi taza. – respondí bruscamente.

-          ¿Por qué? ¿Tenés miedo de que lo que le echaste me haga mal? – preguntó con cierta ironía.

-          ¿Cómo lo supo? Usted no miraba cuando yo lo eché en la taza. –

-          Claro que si miré, por el reflejo de aquella olla pude hacerlo, además llevo más de siete años como psicóloga, ¿crees que no notaría tu anormal comportamiento? Un chico que trata de acabar con su vida diariamente, ¿de pronto está feliz y de buen humor? – respondió ella.

Luego se puso de pie y arrojó mi taza al suelo rompiéndola y derramando el café envenenado. Confieso que una parte de mi quiso estrangularla y aún no sé porque no lo hice, qué fue lo que me detuvo. Otro intento fallido para agregar a la lista.

La tercera tampoco tuvo éxito, esta vez fue Dante quien me salvó.

Fue una tarde de septiembre en la escuela, salí de la sala de clase con la excusa de que estaba descompuesto. Me dirigí al baño y me paré frente al lavabo, saque de mi bolsillo una cuchilla pequeña que usaba para afilar mis lápices y la coloqué sobre mi muñeca izquierda a punto de cortarme las venas.

No sé cómo pasó, pero Dante apareció en el baño, pareciera que alguien lo hubiese llamado, no sé cómo me encontró, solo me quitó la navaja, me dijo que era un estúpido, que nunca se podían quedar tranquilos conmigo, luego se fue dejándome en el baño.

Pasaron unas semanas de eso, hace unas horas mi psicóloga nos reunió a todos, mi madre, Dante, Madeleine y yo, todos juntos en mi sala.

Dijo que ya tenía la respuesta a mi comportamiento, y nos iba a decir cómo podíamos ayudarme a superarlo.

-          Emanuel, lo que vos tenés es una fuerte culpa por la muerte de tu padre, aunque nunca lo quieras asumir, en el fondo lo sentís, sentís que culpa tuya el ya no está. – dijo ella.

-          Es la verdad, si yo no fuera un miedoso hubiese salido solo del ático. –respondí.

-          Es normal tener miedo, créeme, además tu no provocaste su muerte, fue un feo accidente. – dijo ella.

Debo decir que me sorprendió que nadie más hablara.

-          Es por eso que hoy tenés todos esos traumas, es por eso que te levantás cada noche, de lo que escapás es de vos mismo, de la culpa que sentís, por eso te intentaste suicidar tantas veces, porque la culpa te persigue, la culpa de algo que no hiciste, todo lo inventaste vos, en otras palabras sos prisionero de tu mente.

“Prisionero de tu mente” esas palabras me retumbaron en mi cabeza, ¿Sería cierto? ¿Acaso mi propia mente me perturbaba? Realmente estaba confundido, no sabía que creer.

-          Bien ¿y que sugiere? – pregunté.

-          ¿Alguna vez has ido al ático después de lo ocurrido? – preguntó ella.

-          ¡Jamás!-

-          Ahí está la solución, debes ir, estar solo allí y pensar, y las respuestas vendrán solas. – respondió ella.

-          ¡Nunca!...no volveré allí. – me negué rotundamente.

-          ¿Seguirás huyendo de tus miedos? ¿no querés enfrentarlos?- preguntó.

No respondí, me sentí ofendido, pero en el fondo sabía que tenía razón, yo nunca enfrentaba mis temores.

-          Hazlo, no tengas miedo, no estás solo. – dijo Madeleine.

La miré fijamente, algo en ella me daba confianza, pero seguía sintiéndome inseguro.

-          Sabés que no lo estas. – dijo Dante colocando su mano en mi hombro.

Miré a mi madre y me dirigió una tierna sonrisa.

Me puse de pie y subí hacia el dichoso ático. Mientras más me acercaba más nervioso me ponía.

Me paré frente a aquella puerta, pasaron un par de minutos y yo seguía mirándola fijamente. Coloqué mi mano sobre el frío picaporte y lo giré. La puerta se abrió dejando ver el oscuro ático. Junté valor y entre. Fue como revivir aquel día diez años atrás.

Comencé a caminar, todo estaba igual a la última vez, solo que la puerta estaba abierta. Caminé por el lugar lentamente, estaba muerto del miedo, no sé como llegué hasta allí.

De pronto la puerta se cerró a causa de una pequeña brisa. Eso me hizo enloquecer, me desesperé, entré en pánico, no sabía qué hacer, recuerdo que salí corriendo y me golpeé la cabeza.

Me puse de pie, no estaba en el ático, no sé dónde estaba a decir verdad, solo recuerdo que alguien me tocó la espalda, me volteé y quedé estupefacto, no recordaba cuando fue al última vez que me había sentido tan feliz. Mi padre, estaba allí, no entendía cómo, pero no me importaba. Él me abrazó como solía hacerlo cuando era pequeño, se sentía igual, era él, su calidez, su ternura, su amor, era él, era mi papá, y estaba allí conmigo.

Luego me miró con su típica sonrisa en sus labios y me dijo:

-          Te amo hijo, y nunca dejaré de hacerlo. –

Recuerdo que comencé a llorar desconsoladamente. Él me volvió a abrazar y me acercó a su pecho.

-          Sé feliz. – dijo él.

Luego desperté, estaba tirado en el suelo del ático, me había golpeado con algo y me había desmayado, todo había sido un sueño, pero se sentía tan real, no había sido un sueño, yo había estado con mi padre, era él, estoy seguro.

Me puse de pie, algo raro había en mí, no tenía miedo y me sentía bien, por primera vez en años, me sentía bien.

Salí del ático y bajé las escaleras. Abajo estaban Dante y Madeleine, estaban conversando cuando me vieron llegar.

-          ¿Todo está bien? – preguntó Dante.

-          Si, ya todo está bien. – respondí con alegría.

Miré a Madeleine, ella me miró, nuestras miradas dijeron lo que nosotros no pudimos. Ella se lanzó a mis brazos y me besó en los labios. Que maravilloso se sentía, por fin, luego de tantos años, por fin podía ser feliz.

Ella me abrazó y Dante hizo lo mismo. Qué lindo se sentía ser feliz.

De pronto sentí una fuerte migraña, me tomé la cabeza con las manos y caí al suelo desmayado.

Recuerdo ver a mi madre llorando desconsoladamente, Madeleine y Dante estaban en un sillón junto a mi psicóloga, los tres llorando. No entendía por qué.

Luego dos hombres de bata blanca se acercaron a mi madre y dieron la última palabra.

-          No pudimos hacer nada, su hijo sufrió un aneurisma, no hay nada más que hacer. -

¿Muerto yo? ¿Así nada más? Años tratando de provocarlo y ahora, ahora que por fin me sentía feliz, ¿Por qué? ¿Por qué justo ahora?

Que estúpido fui, no fue hasta el último momento que realmente vi cuánto valían esas personas para mí, y lo peor, es que nunca se los dije. Que estúpido fui. Ahora solo los veo allí, sentados en aquel sillón, llorando desconsoladamente mientras los dos hombres retiran mi cuerpo en una camilla, cubierto por una sábana blanca.

¡Que estúpido fui!

 
 
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