UNA CITA CON MICAELA
Caminaba en silencio por la angosta callecita empedrada, un poco cabizbajo, sentía que los pies le pesaban y que, la brisa fresca que le acariciaba la cara perdía efecto frente a una lágrima que comenzaba a rodar por su mejilla. Estaba triste, muy triste.
La callecita del barrio, las casa, los árboles, y en si, ya nada era igual para Andrés. La tarde gris de otoño se le había tornado interminable y dolorosa, la ausencia de Micaela estaba venciendo su resistencia, a tal extremo que se sintió solo en el mundo, como si estuviese caminando sobre una soga, tal como un equilibrista de circo, con la diferencia que la “soga” parecía no terminar mas y pender sobre un abismo extremadamente amplio.
Es natural que las personas se vean afectadas y se sientan tristes (y quizás suene un poco drástico) por la muerte de un ser querido, y aún mas cuando se trata de la chica de la cual estás enamorado pero nunca se lo dijiste, como lo era en el caso de Andrés.
Su mente, que hasta entonces se había mostrado indiferente, comenzó a llenarse abruptamente de recuerdos, y fue allí cuando se le hizo inevitable romper en llanto. Estaba enamorado, solamente le costó alrededor de ocho meses admitirlo, pensaba que tendría que suceder una serie de circunstancias para darse cuenta de si lo estaba o no.
Se remontó en recuerdos dejándose llevar en el tiempo para aterrizar en el día que la conoció.
La mañana de septiembre en que se desarrolló un concurso de literatura en la escuela donde concurrían, se prestó para la ocasión: Andrés, con la intención de “zafar de clases” se inscribió. No tenía nada sobre que escribir, no estaba inspirado, ni le había ocurrido nada fuera de lo común como para relatarlo en un texto; solo le quedaba esperar que pase el tiempo, y mientras tanto, entretenerse con los detalles de las cortinas o los muebles de la silenciosa biblioteca en la que se encontraba inmerso.
Ahora, ahogándose en un mar de lágrimas, la recuerda con detalles:
Estaba sentada frente a él, con su tez blanca y delicada, sus labios contorneados perfectamente con labial color rosa natural y su mirada, imbuida en una constelación de ideas, le proporcionaba cierto brillo a sus ojos que combinaba con el del piercing ubicado justo donde se formaba la mueca de una posible sonrisa.
Recordó también el día en que le habló por primera vez, otro en que le regaló un chupetín, los grandes momentos que compartieron como amigos, y su incertidumbre de esperar el momento preciso para confesarle su amor, recíproco para entonces, pero incierto al fin.
La tarde comenzaba a declinar y, a uno y otro lado de la callecita, comenzaron a encenderse las luces de las casas sin que Andrés lo notara. Era tal el impacto que le producían sus recuerdos que las lágrimas, que no habían tenido incidencia durante la mañana en el velorio, ni durante el entierro de la siesta, afloraban sin que pudiera contenerlas: aquella salida que habían programado, en la que él confesaría todos sus sentimientos hacia ella y6 viceversa, se vio afectada por un camión que se llevó la vida de Micaela, y junto con ella, su ilusión.
No advirtió que estaba llegando: bastaba solo cr
Andrés Valenzuela. 5to. 3ra Humanidades